Los dos científicos que violaron la ley para salvar una vida (con la aparición estelar de Hitler)

Los dos científicos que violaron la ley para salvar una vida (con la aparición estelar de Hitler)
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En 1935, la hija de Gerhard Domagk, el gran microbiólogo, tropezó en la escalera de la casa familiar de Wuppertal, en Alemania, mientras sostenía una aguja. Caerse por las escaleras es un accidente bastante frecuente en el mundo, como ya os expliqué en Ese objeto peligrosísimo que es una escalera (I): más de 300.000 accidentes solo en Reino Unido. De hecho, morir en una escalera es más probable que hacerlo en un vuelo comercial. Pero en este caso, aún era peor: la aguja que llevaba la muchacha, de nombre Hildegard, se le clavó en la mano y se partió en su interior.

Aunque le extrajeron el pedazo de aguja, una insidiosa infección esteptocócica se extendió por todo el brazo de Hildegard. Gerhard sabía que su hija moriría pronto, porque en aquella época aún no existían fármacos capaces de frenar el avance de las bacterias.

Pero Gerhard tenía un as en la manga, un tinte rojo industrial con el que llevaba una temporada experimentando: prontosil. Al parecer, los ratones de laboratorio sobrevivían a las infecciones de estreptococos si recibían una inyección de aquel tinte.

Sin embargo, Gerhard no confiaba demasiado en aquella sustancia, tal y como explica Sam Kean en La cuchara menguante:

El prontosil, una molécula orgánica aromática que, de forma un tanto insólita, contenía un átomo de azufre, poseía algunas propiedades impredecibles. En aquella época los alemanes creían, extrañamente, que los tintes mataban los gérmenes porque teñían sus órganos vitales de color equivocado. Pero el prontosil, aunque letal para los microbios en los ratones, en un tubo de ensayo no parecía tener ningún efecto sobre las bacterias, que nadaban felizmente en el líquido rojo. Nadie sabía por qué, y a causa de esta ignorancia muchos europeos habían atacado la “quimioterapia” alemana, que desdeñosamente consideraban inferior a la cirugía para el tratamiento de las infecciones.

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Gehrhad se encontraba en la tesitura de si debía o no probar aquel tinte con su hija, habida cuenta de que los primeros ensayos con humanos provocaban, en algunos casos, graves efectos secundarios; sin contar que los pacientes quedaban rojos como la grana.

Era el mismo dilema al que se había enfrentado el héroe intelectual de Gerhard, Louis Pasteur, 50 años antes, cuando recibió el caso de un niño herido por la mordedura de un perro rabioso. Pasteur, sin la licencia de médico reglamentaria, infringió la ley y le administró al niño una vacuna contra la rabia que sólo se había probado en animales. Pasteur salvó la vida del niño, pero corrió el riesgo de ser denunciado por un delito criminal.

Como sucede en muchas películas de mad doctors o científicos que actúan extramuros de la legalidad, Gerhard decidió que era hora de seguir el mismo camino que su ídolo Pasteur. Hildegard ya estaba a punto de sufrir una amputación del brazo y no podía esperar más: se llevó varias dosis del fármaco experimental y le inyectó aquel suero rojo a su hija.

La audacia de Gerhard fue recompensada, y Hildegard salvó la vida gracias a la primer fármaco del mundo verdaderamente antibacteriano, pero Gehrhad guardó silencio sobre su éxito a fin de no influir en los sucesivos ensayos clínicos que tuvieron lugar con aquel tinte rojo.

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En 1939, Gerhard Domagk recibió el premio Nobel de Medicina o Fisiología. Sin embargo, si bien había salido airoso de su violación de la ley, obteniendo el máximo de los parabienes (el premio más prestigioso y salvar la vida de su hija), tuvo que enfrentarse a un hecho funestamente inesperado: Adolf Hitler.

Hitler odiaba al comité del Nobel por haber concedido el premio de la Paz de 1935 a un periodista y pacifista antinazi, tras lo cual Die Führer prácticamente había declarado ilegal que un ciudadano alemán ganara el premio Nobel. En consecuencia, la Gestapo arrestó y trató con brutalidad a Domagk por su “crimen”. Cuando estalló la segunda guerra mundial, Domagk se redimió un poco al convencer a los nazis (que al principio se negaban a creerlo) de que sus fármacos podían salvar a los soldados que sufrieran gangrena. Pero para entonces los Aliados ya tenían las sulfas, y no debió aumentar precisamente la popularidad de Domagk que en 1942 sus fármacos salvaran la vida de Winston Churchill, un hombre decidido a destruir Alemania.
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