¿Cómo debería ser el futuro? ¿Megaciudades futuristas o casitas en el campo como la de Heidi? (I)

¿Cómo debería ser el futuro? ¿Megaciudades futuristas o casitas en el campo como la de Heidi? (I)
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La otra noche me sobrevino una epifanía mientras viajaba en coche. Fue una epifanía bastante humilde. Incluso diría que simplona. Pero tal vez, por ello, creo que es una reflexión que poca gente se toma el tiempo necesario para desarrollar.

Voy a intentar compartirla con vosotros de la forma más sucinta posible. ¿Blade Runner o Heidi? Ahora voy a ampliarlo un poco más:

La mayoría (incluso yo me incluyo) tendemos a considerar la vida en el campo, rodeado de verde y aire limpio, como el epítome de la felicidad, el locus amoenus del que hemos sido expulsados por el malvado capitalismo, el jardín del Edén al que deberíamos intentar regresar una vez hayamos pagado todos nuestros pecados en forma de destrucción medioambiental. La idea tiene mucho sentido. Y es la que movió a algunos personajes icónicos como Henry David Thoreau a abandonar la ciudad para vivir de forma autosuficiente en el campo.

La idea también ha sido reforzada poéticamente por románticos como Wordsworth, Coleridge, Keats o Shelley, que reaccionaron activamente contra las primeras eclosiones de la urbanización industrial (cosa comprensible si se compara un amanecer el bosque con una fábrica textil funcionando a todo trapo).

Sin embargo, esta idea tan bonita es asombrosamente ingenua si tenemos en cuenta que somos casi 7.000.000.000 habitantes en el mundo. Repito. Siete Mil Millones. Es una cifra tan descomunal que ni siquiera nuestro cerebro está preparado para asimilarla. No son cien, ni mil personas. Ni siquiera un puñado de millones. Son tantas personas que, ahora mismo, hay cientos de muertes, cientos de nacimientos, millones de accidentes, tropecientos orgasmos, inenarrables lamentos, hambre, ilusión, depresión, ansiedad, miedo, felicidad. Aunque dediquemos horas a intentar imaginar todo eso, sencillamente no podremos, como tampoco somos capaces concebir el tamaño inabarcable del universo (lo queramos o no, nuestro cerebro fue forjado en una época en la que había solo unas pocas decenas de seres humanos a nuestro alrededor, y no estamos equipados para empatizar con lo que hay más allá). De hecho, una asignatura por la que apostaría en los colegios sería la lectura de una novela de unas cuantas miles de páginas que contara cientos de miles de historias individuales de personas de todos los países, culturas, religiones, condiciones del ancho mundo. Simplemente para empezar nuestra vida ampliando un poco nuestros horizontes provincianos.

El asimilar la enorme cantidad de personas que anhelan sobrevivir en este ingrato mundo es fundamental por una razón: si todos aspirásemos a vivir como Thoreau, entonces la vida sería insostenible: contaminaríamos más, consumiríamos más, trabajaríamos más, etc. Claro, podemos decir: volvamos a vivir en el campo y también retrocedamos tecnológica y socialmente a la época medieval. Incluso así somos demasiados (sin contar que volveríamos a tener vidas penosas, esperanza de vida escueta, etc.)

Cuando éramos cazadores-recolectores, cada uno de nosotros precisaba aproximadamente de 1.000 hectáreas de tierra para sobrevivir. Ahora, gracias a la agricultura, la genética, el petróleo, la maquinaria y el comercio, cada uno de nosotros precisa de poco más de 1.500 metros cuadrados (una décima parte de una hectárea). Otra cosa es que el petróleo, por ejemplo, se acabará, pero ello no tiene que hacernos anhelar el regreso a la época de los cazadores-recolectores sino a la búsqueda de sustitutos igualmente eficientes.

En pocas palabras: los que aspiran a la vida flower power son tan egocéntricos que se olvidan de que hay más personas en el mundo; y ni de coña están dispuestos a prescindir de antibióticos si pillan una infección mortal. Es decir, son personas que quieren lo mejor de los dos mundos (el bucólico y el tecnológico) sin ninguno de sus efectos secundarios adversos (superpoblación, hambre, contaminación, muerte). Lo cual no es muy extraño si tenemos en cuenta que los movimientos ecologistas están en general mal definidos y mal ordenados, así que atraen personajes muy dispares, tal y como denuncia Edward Glaeser en su libro El triunfo de las ciudades:

En Estados Unidos abarca a los aficionados a la ornitología de la Audubon Society y a los activistas de Greenpeace, a los excursionistas del Sendero de los Apalaches y a los conductores de Toyotas híbridos. En Europa el movimiento tiene un éxito aún mayor y es todavía más amplio. Cualquier movimiento de semejante diversidad atrae inevitablemente a individuos de cosmovisiones completamente distintas.

Dicho lo cual, ¿qué decisión sensata y honesta podemos tomar para resolver nuestra situación? Lo veremos en la próxima entrega de esta serie de artículos.

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